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Gato negro

Un enorme gato negro está durmiendo a la lumbre de las cuatro en el sillón de terciopelo rojo.
Hay olor a sándalo. Una pava silba; en dos tazas hay hebras de té.
Las sillas de mimbre y las plantas dan un aire a algo garciamarquesco, algo tropical, aunque no hace tanto calor.
Los pájaros en los árboles del patio, viejos y frondosos, cantan su algarabía de noviembre.
Un cenicero se asoma suicida en el brazo del sillón, cristalino y sucio.
Un cuaderno yace tirado en el piso de alfombra; se puede ver una anotación que dice: comprar café.
El gato negro abre un ojo, amarillo ámbar, atento.
Algo lo ha despertado.
El gato blanco, que se ha subido a una de las sillas, se limpia la cara pacífico.
El gato negro abre el otro ojo, se estira y se sienta, mirando al gato blanco.
El gato blanco apoya una patita color dulce de leche en un brazo de la silla, y ronronea contento.
No hay ajedrez en esa asamblea de pereza gatuna. El gato negro salta al piso alfombrado, donde el sol baldea el género pelusón, y se acuesta estirado bajo su cálido abrazo. El gato blanco acecha a un mamboretá en una hoja de afelandra. De fondo alguien prende a Gilberto y a Getz.