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La quebrada de Humahuaca, ubicada en el noroeste argentino, árida, seca, llena de colores y de una brisa casi imperceptible, los cardones que se levantan como centinelas silenciosos, sobre las laderas de esta formación geológica que encierra varios pueblitos dentro de ella como una madre protectora de sueltos ápices de cultura y de esperanza, de sueño, de rumor de río en verano y de susurro de río en invierno, de hojas de coca, de sonrisas.
Precisamente las sonrisas de dos niños en Humahuaca, los recuerdo tan bien, entre ese bullicio de turistas, entre tantos acentos de aquí y de allá menos de acá, sus vocecitas chiquitas como una flor y cadenciosas como un zumbido, pateando una pelota hasta el río bajo el sol de mayo.
Me acerqué con mi cámara; camino por detrás de ellos, que van juntos charlando, los changuitos, con sus pieles tostadas y las rodillas llenas de tierra, esa infantilidad que veo tan preciosa y escasa que me maravilla y me sosiega completamente, mientras ellos hablan de qué lindo tanta gente y de que hay que ir a buscar a Tomás porque no alcanzan para el picadito. 
Se detienen frente a un puestito de los mil que hay en la calle empedrada, uno como tantos otros lleno de telas de colores y sombreros. La viejita que atiende les regala alfajores de cayote, cuyo dulce es tan fibroso y notorio como un recuerdo, y veo por el rabillo del ojo sus caritas que me miran extrañados y divertidos mientras apunto con mi cámara al río que ya está cerca, tranquilo y con tan poco caudal que da lástima.
-Les puedo sacar una foto?- pregunto, avergonzada, no sé por qué, quizás por interrumpir esa magia.
Se miran calladitos y risueños, y me dicen que sí con la cabeza.
Recién ahí los miro bien; tienen la piel de la cara manchada por el sol, los cachetes tostados y hermosos como buñuelos, los labios secos, rosados de su carne rosada, los dientitos chiquitos y blancos y las manitos pequeñas con uñas cortas y rosadas. Sus remeras simples y desteñidas, el pelo corto y negro. Pero lo que más me llama son sus ojos. Unos ojos enormes, marrones claros, con largas pestañas negras, que no puedo deducir si muestran alegría, timidez o resignación.
Tomo la foto. Ellos sonríen y se van corriendo, como si hubiesen hecho una travesura.
Yo sigo caminando de vuelta al pueblo.
Flautas, tambores, voces sonando en armonía, vino, cerveza, guitarra, porro.
Colores, telas, tanta textura, tantos estímulos que me embriagan el cerebro, y la sonrisa se me escapa por las comisuras de la boca como un colibrí y me mete al universo polifónico, me borra los pesares, me sacude las estructuras y me vibra la sangre y me saca de la cabeza tantos amores fallidos, y sólo me hace amar el ritmo y la melodía y el encanto de la vida.