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Todas mis estaciones esperan otros trenes.
Trenes que quizás nunca vuelvan.
Pero los esperan igual, por el simple capricho masoquista de esperarlos sabiendo que que vuelvan es más difícil que aprender a esperarme a mí.
Entonces es cuando me doy cuenta de que nadie me espera para quedarme.
Todos me esperan para una fugaz subida a un viaje de entusiasmo (a veces literario, a veces erótico, a veces musical) que llega a su fin luego de unas cuantas vueltas.
Pero ninguna me espera para subir sus emociones y dejarse llevar, todas me esperan para subir sus desahogos y sus lamentaciones por pensar en el otro tren.
Al principio, esta condición se me hacía insoportable; hoy aprendí dolorosamente a dejarla pasar, a llevar efímeros deseos, a aceptar que quizás jamás pare en ninguna estación.



(nadie me espera)