Precisamente las sonrisas de dos niños en Humahuaca, los recuerdo tan bien, entre ese bullicio de turistas, entre tantos acentos de aquí y de allá menos de acá, sus vocecitas chiquitas como una flor y cadenciosas como un zumbido, pateando una pelota hasta el río bajo el sol de mayo.
Me acerqué con mi cámara; camino por detrás de ellos, que van juntos charlando, los changuitos, con sus pieles tostadas y las rodillas llenas de tierra, esa infantilidad que veo tan preciosa y escasa que me maravilla y me sosiega completamente, mientras ellos hablan de qué lindo tanta gente y de que hay que ir a buscar a Tomás porque no alcanzan para el picadito.
Se detienen frente a un puestito de los mil que hay en la calle empedrada, uno como tantos otros lleno de telas de colores y sombreros. La viejita que atiende les regala alfajores de cayote, cuyo dulce es tan fibroso y notorio como un recuerdo, y veo por el rabillo del ojo sus caritas que me miran extrañados y divertidos mientras apunto con mi cámara al río que ya está cerca, tranquilo y con tan poco caudal que da lástima.
-Les puedo sacar una foto?- pregunto, avergonzada, no sé por qué, quizás por interrumpir esa magia.
Se miran calladitos y risueños, y me dicen que sí con la cabeza.
Recién ahí los miro bien; tienen la piel de la cara manchada por el sol, los cachetes tostados y hermosos como buñuelos, los labios secos, rosados de su carne rosada, los dientitos chiquitos y blancos y las manitos pequeñas con uñas cortas y rosadas. Sus remeras simples y desteñidas, el pelo corto y negro. Pero lo que más me llama son sus ojos. Unos ojos enormes, marrones claros, con largas pestañas negras, que no puedo deducir si muestran alegría, timidez o resignación.
Tomo la foto. Ellos sonríen y se van corriendo, como si hubiesen hecho una travesura.
Yo sigo caminando de vuelta al pueblo.